Muchas veces me preguntan por qué tengo esta atracción por los espacios abandonados, esos sitios llenos de polvo, decadentes, parados en el tiempo. Es una sensación difícil de explicar que seguramente tiene un origen fisiológico, relacionado con la adrenalina o las endorfinas, quién sabe.
Sea como sea, recorrer las estancias de una casa antigua de pueblo, con sus muebles, la ropa polvorienta aún colgada en los armarios, los cuadros y, en general, todos los enseres de aquellos que la habitaron, es como una descarga eléctrica que te sacude el cuerpo y que de repente, te transporta a otras épocas, a convivir con personas que no conociste, pero que recorriendo en silencio lo que queda de sus vidas, tienes la sensación de conocer muy bien.
Diría que el ejercicio de sumergirme en esos ambientes decadentes es algo que me estaba rondando de manera natural desde pequeño, cuando me sentía irresistiblemente atraído por la buhardilla de la casa de Bràfim de mis tíos-abuelos Joan y Montserrat o por el trastero que mis abuelos tenían en la azotea del ya desaparecido edificio del Agua del Carmen en Tarragona. De la misma manera, surgió en mí la necesidad de buscar un lenguaje con el cual poder compartir estas sensaciones con los demás. Y qué mejor manera que a través de la imagen.
Mi relación con el mundo de la fotografía fue tardía, pero no el interés por los espacios abandonados que, como digo, era un impulso que ya existía en mí desde antes de que le pudiera dar nombre a esta afición. En 1994, justo cuando iniciaba mi vida laboral en el sector inmobiliario, llegaron a mis manos las llaves de un piso de la Rambla Nova de Tarragona que se tenía que ir a valorar. Rambla Nova, 104, tercer piso. Lo recordaré siempre. El propietario había muerto hacía unos años y los descendientes, que vivían todos lejos de Tarragona, nos las habían hecho llegar para que procediéramos a valorarlo, lo que me permitió adentrarme en esa cápsula del tiempo.
¡Y caramba si lo era!
Recuerdo girar la llave en la cerradura, abrir la puerta y ver aparecer ante mí un pequeño universo doméstico bajo un manto de polvo y telarañas, multitud de cuadros pintados por el antiguo propietario, láminas, lápices y una infinidad de objetos personales dispuestos aún como quién sale de casa con el convencimiento de que va a volver. Pero el propietario nunca regresó. Y ese último golpe de puerta y ese último giro de llave mantuvieron su pequeño universo inalterado, en silencio y criando capas de polvo día tras día a lo largo de muchos años.
Ese día, todas las incursiones infantiles a la buhardilla de la casa de mis tíos o al trastero de mis abuelos, cobraron sentido. Dentro de mí se activó alguna cosa, pero ya no como un caos imposible de comprender, sino como una serie de sonidos armónicos, notas deliciosas que de repente comprendía y que sonaban dulcemente en mis oídos. Y partir de ese momento, de manera totalmente inconsciente —mentiría si dijera que era un plan perfectamente trazado—, busqué el camino hacia un lenguaje que me permitiera compartir esa sensación con todo el mundo. O, como mínimo, intentarlo. No sé si lo habré conseguido.
Hoy en día sigo buscando de manera incansable estas cápsulas inalteradas, espacios donde no pasa nada más que el tiempo. Sigo persiguiendo no tanto las propias casas deshabitadas, sino la sensación de estar viviendo en otro tiempo, con otras personas que nunca llegué a conocer.