TARRAGONA, AGOSTO DE 1813. El ejército francés de ocupación por fin se retiró de Tarragona.
El gobernador napoleónico —el general Bertoletti— y sus soldados habían ocupado la plaza desde su captura en junio de 1811. Durante sus dos años de estancia, habían sufrido el asedio de un ejército de diecisiete mil hombres, varias redadas de la guerrilla española, un bloqueo marítimo permanente por parte de la Marina Real británica y unas maniobras recientes del general inglés Bentinck y del duque del Parque, el general español, cuya fuerza combinada llegaba a los veinticinco mil hombres.
A pocos kilómetros al oeste de Tarragona, a la altura de Salou, la noche que las tropas francesas se retiraron, un sargento de húsares del ejército británico llamado Norbert Landsheit descansaba en el campamento de la avanzadilla inglesa. Aunque los piquetes vigilaban la ciudad a todas horas desde Salou, no estaban preparados para lo que sucedería aquella noche:
“En la noche del 18, tuvo lugar una explosión que hizo temblar la misma tierra bajo nuestros pies. El sonido era más fuerte que el trueno más fuerte; y el efecto sobre toda sustancia viva o muerta dentro de su influencia fue similar a la de un terremoto. Nos encontramos singularmente desprovistos de la respuesta de a qué se podía atribuir la causa del evento y todo el mundo se lanzó a hacer miles de preguntas que nadie sabía contestar.”
En ese mismo momento, en el pueblo de Bràfim, situado a dieciocho kilómetros al norte, el doctor Bosch i Cardellach también lo anotaba en su diario: “a las diez de la noche volaron las minas de los muros y fuertes de Tarragona, con grande estruendo, siendo tal en dos ocasiones que me pareció que temblaban los montes a cuatro horas de distancia de donde yo era”.
Durante las horas siguientes, hasta bien entrada la madrugada, veintidós minas plantadas por los franceses sembrarían la destrucción en varios puntos de la ciudad. La primera había sido la del molino del puerto, la siguiente fue la del fortín de San Juan, luego la del fuerte de Cervantes, seguida por la del castillo de Pilatos (el Pretori) y hacia las diez, voló el castillo del Patriarca, situado junto a la Catedral. El canónigo Pedro Huya lo relataba así:
“La que hizo tanto estrépito, que hasta el pavimento en que nos hallábamos hizo conmover, vimos el fuego y conocimos con evidencia que aquel robusto monumento había dejado de existir, lo que nos causó el sentimiento que es de suponer.”
Veintiséis casas colindantes de la calle de la Mercería, desde la calle Ventallols hasta la esquina de la calle Mayor, fueron destruidas en la explosión, bloqueando la calle con sus escombros. También una parte de los arcos medievales de la misma salieron volando.
La mina número 23, que estaba colocada en la parte oriental de la capilla de Sant Magí, no explotó. Su mecha, actualmente guardada en la misma capilla, se apagó. La mina consistía en varias filas de barriles llenos de pólvora. Los franceses no escatimaron en recursos para su plan de destrucción de la ciudad.
“Había dieciocho o veinte barriles de pólvora […] En la segunda línea había ocho barriles de pólvora con ocho granadas de mano, una en cada una, y en el vacío de otra había saquitos rellenos de pólvora. Otro saquito de unos quince palmos de largo por tres de ancho formaba la tercera línea, y en uno de sus extremos estaba metido un cabo de la mecha.”
Daba la casualidad de que la única mina que no explotó fue la de Sant Magí y que el día en que se produjeron estos hechos fue nada más y nada menos que el 19 de agosto, el día del santo patrón de Tarragona.